No era uno de mis actores favoritos. De hecho, he visto pocas de sus películas. Y menos aún conocía sobre su vida. Sin embargo, tenía una cierta simpatía hacia él. Por eso, la muerte de Robin Williams me sorprendió igual que al resto del mundo. Tanto que comencé a escribir un artículo sobre su triste final. Acerca de mi admiración dentro de la ignorancia. De la compasión hacia tan terrible destino. Sobre la paradoja, esa otra cualidad de la materia, de que se puede hacer feliz a millones de personas y vivir en la más completa desdicha. De las falsedades de nuestra cultura del éxito, la fama y el dinero. Cómo alguien que posee todo puede tener los mismos problemas que quién apenas posee nada.

Pero me sentí frívolo hablando sobre los sentimientos de quién no tuve el placer de conocer. Y me di cuenta de que todos estábamos siéndolo en cierta medida. Lo que pasaba dentro del universo de Williams sólo podía saberlo él mismo. El resto es palabrería en forma de aluvión de artículos, reseñas y mensajes de condolencia en las redes sociales. Miles de periodistas, celebridades y admiradores repitiendo todos esos mismos clichés que se agolpaban en mi mente. Y para más desgracia, falleció Lauren Bacall veinticuatro horas después.

Entonces me sentí algo más huérfano porque de Bacall sabía algo más, había visto unas cuantas películas suyas y estaba entre mis actrices favoritas de la llamada “Época Dorada de Hollywood”. Era “La Mirada”. Esa belleza felina, de voz áspera y ojos inquietantes que amó a Humphrey Bogart hasta su último cigarro. Decidí dejar el artículo. No podía hablar de Williams obviando a Bacall. Y viceversa. Ambos fueron grandes actores. La diferencia es que él fue tremendamente admirado en nuestros días y la fama de ella terminó sepultada bajo el polvo del tiempo.

¿Cómo entrelazar dos figuras que pertenecían a mundos opuestos? Me resulta imposible. Son estrellas separadas por casi cuatro décadas, que en cine significa milenios. Ella brilló en el blanco y negro y él sólo conoció el color. Williams era una estrella de la comedia contemporánea. Bacall fue icono del ya casi extinto “film noir”. Por eso, la noticia de su fallecimiento ha quedado eclipsada. Por la brutalidad del suicidio de Williams y porque Bacall pertenecía únicamente al recuerdo de los cinéfilos.

Entre la nostalgia con aroma a vieja sala de cine rememoro ese triste treinta de julio del año dos mil siete. Día que se llevó de un golpe a dos de los mayores creadores de imágenes, Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni. Y cómo la familia del genio de Ferrara decidió posponer el trágico anuncio al día siguiente para que los cinéfilos del mundo entero llorásemos primero la desaparición del genio sueco. Gracias a la cortesía póstuma, pudimos asimilar que dos capítulos enteros de la Historia del Cine partieron juntos hacia esa eternidad que tanto les obsesionaba.

Esta semana hemos perdido dos maneras de comprender ese gran espectáculo de masas. Con Bacall muere una superviviente de un modo de entender y hacer cine que no regresará nunca más. Con Williams desaparece un estilo de hacer comedia que conectaba con el público en lo más profundo de sus emociones. El suicidio de Robin le ha convertido en un mito del cine. La muerte de Lauren nos recuerda que ya lo era. Poco más puedo decir sobre ellos. Solo me queda desear que la tierra les sea leve.