Observo bien el paisaje mientras cruzamos Wyoming, el Estado más despoblado de todo el país. Frente a nosotros se extiende un océano de hierba. Imagino que aquí el paisaje no ha cambiado mucho desde hace siglos. Incluso millones de años. Ésta es una tierra muy semejante a la que debieron ver los pueblos originarios de las Grandes Llanuras de Norteamérica.

Los únicos elementos que acompañan a la escenografía son la carretera, los postes eléctricos y las vallas que se pierden en el horizonte. De vez en cuando, aparecen algunas vías de tren donde se transportan decenas de vagones rebosantes de carbón. Son símbolos muy sutiles del Progreso.

En la verde y gris monotonía del paisaje me sorprende una valla extrañamente retorcida para cruzar una roca. Una valla que, si se desviase tan sólo medio metro, podría bordear la piedra sin problemas. Unos minutos después, encuentro un cartel que anuncia la ruta histórica de “Sand Creek Massacre” o la Masacre del Arroyo Arena. Un camino que desde la carretera no parece que exista.

Cuando tengo acceso a internet busco por curiosidad la historia de aquel lugar. El resultado es, más o menos, lo que imaginaba. El día 29 de noviembre de 1864, un grupo de setecientos milicianos de Colorado se adentraron en la zona para asesinar fríamente a un poblado pacífico de las tribus Cheyenne y Arapaho. El resultado se saldó con más de cien muertos. La inmensa mayoría mujeres y niños.

Una terrible historia que, desgraciadamente, no es más que otro episodio en el genocidio y expolio del continente americano. Un pasado que ya todos conocemos y del que aún quedan tenues improntas. Son esos elementos que se confunden con el paisaje. Especialmente las vallas que durante cientos de kilómetros acotan un terreno pedregoso donde es imposible cultivar y en el que ocasionalmente se ven algunas cabezas de ganado dispersas. Son el fantasma de la auténtica razón de ser del Hombre Blanco. Apropiarse a la fuerza de un territorio que no le pertenece para instalar un estilo de vida basado en la destrucción y la explotación.

Los mal llamados “indios”, cuya imagen nos ha llegado distorsionada a través de las películas de cowboys o aventureros, eran sociedades con culturas muy variadas. Podían ser extraordinariamente pacíficos o extremadamente crueles. Nómadas o territoriales. A pesar de ello, todos entendieron, miles de años antes de nosotros, que no somos algo independiente de la Naturaleza. Que el Mundo, en realidad, no nos pertenece. Que todo está interrelacionado y que el daño infligido a los otros y al entorno es una herida hecha a nosotros mismos.

Días atrás leí un titular que hablaba sobre un inventario de remedios naturales realizado por la sabiduría ancestral de algunos pueblos amazónicos. Unas 5.000 curas para diferentes enfermedades. Todo provisto íntegramente por la Naturaleza y accesible a cualquier nativo. Un entorno que el Hombre Blanco lleva destruyendo desde hace décadas y que intenta robar tales conocimientos para revender sus medicinas con precios astronómicos a enfermos de todo el planeta.

Como el paisaje de Wyoming, la Humanidad sigue sin cambiar demasiado. Todavía seguimos exterminándonos por el afán de dividir una roca que no sirve absolutamente para nada.