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    marzo 28, 2024 | 5:44

    ¿Quién fue Mozart?

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    Joannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart mejor conocido como más Wolfgang Amadeus Mozart, nació el nació el 27 de enero de 1756 en Salzburgo ciudad de Austria, fue un compositor y pianista, maestro del Clasicismo, es considerado por muchos como el mayor genio musical de todos los tiempos.

    En su niñez más temprana en  Salzburgo, Mozart mostró una capacidad prodigiosa en el dominio de instrumentos de teclado y del violín. Con tan solo cinco años ya componía obras musicales y sus interpretaciones eran del aprecio de la aristocracia y realeza europea.

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    El compositor austriaco se hizo célebre no únicamente por sus extraordinarias dotes como músico, sino también por su agitada biografía personal, marcada por la rebeldía, las conspiraciones en su contra y su fallecimiento prematuro. Personaje rebelde e impredecible, Mozart prefiguró la sensibilidad romántica.

    El 4 de agosto de 1782, Mozart se casó con Constance Weber, a quien dedicó la serenata Nachmusik. Mucho han discutido los biógrafos los motivos de esta boda, en general se tiende a creer que la señora Weber, que había soñado alguna vez con convertir al prometedor joven en su yerno. No sería difícil Wolfgang no pudo ni quiso resistirse a la dulce presión y se prometió a la muchacha, que era bonita, infantil, alegre y cariñosa, aunque quizás no iba a ser la esposa ideal para el caótico compositor.

    Lo indudable es que, al igual que su joven esposo, Constance no era la administradora que la delicada situación de un artista independiente hubiera requerido, y parece ser que derrochaba con la misma alegría que Mozart, se recibía diariamente la visita del peluquero y otros servidores; en los momentos de mayor penuria, Mozart se las ingeniaba para aparecer en público impecablemente vestido y mostrarse liberal y obsequioso. Sólo tras su muerte, sus amigos, muchos de ellos en envidiable situación económica, se enterarían con sorpresa de la magnitud de su endeudamiento.

    Todo en Mozart era, por tanto, derroche: de facultades, de vitalismo, de proyectos, de obras y de sentimientos. No se acercó a la francmasonería en 1784 en busca de una ayuda económica que nunca, por orgullo, solicitó de sus amigos, sino por saciar un ansia de universal fraternidad y espiritualidad que Mozart, como muchos católicos austriacos, sacerdotes incluidos, encontró en los símbolos y los ritos masones antes que en la pompa clerical de la Iglesia. Una simbología que más adelante sabría plasmar musicalmente en la composición de La flauta mágica.

    Para sobrevivir, el genio se vio obligado al recurso de las clases particulares, que no siempre encontró. La humillación de sentirse injustamente relegado, las penurias económicas, la experiencia del dolor, en suma, no agriaron su carácter; es más, se acrecentó y afinó su inspiración musical en una fecunda serie de obras maestras en el ámbito de la sinfonía, del concierto, de la música de cámara y de la ópera. Las composiciones de esta época nos hablan de un Mozart tierno, ligero y casi risueño, aunque con algunos toques de melancolía. La Pequeña música nocturna y su célebre Sinfonía Júpiter son buena muestra de ello.

    Mucho se ha escrito sobre la muerte de Mozart. La idea romántica de que fue envenenado tenía incluso un protagonista: Antonio Salieri, músico de éxito de la época al que la leyenda dibuja como un artista mediocre que supo, como ninguno en su época, comprender el original genio de Mozart y, muerto de envidia, no pudo soportar la idea de que un hombre aniñado tuviera semejante don. El paroxismo llegó al extremo de creer que Mozart fue enterrado en una fosa común para borrar las huellas del homicidio. No existe ningún referente histórico que pueda corroborar dicha versión.

    La realidad es que en julio de 1791, cuando Mozart ya sufría los síntomas de la enfermedad que le resultaría mortal, posiblemente uremia, recibió la visita de un personaje «delgado y alto que se envolvía en una capa gris», que le encargó la realización de un réquiem. La leyenda romántica pretende que Mozart vio en el anónimo personaje la encarnación de su propia muerte. Desde 1954 se conoce, por un retrato, el aspecto físico del visitante, que no era otro que Anton Leitgeb, cuya catadura era ciertamente siniestra; le enviaba el conde Franz von Walsegg, y la misa de réquiem era por la recientemente fallecida esposa del conde.

    El hecho de que altos personajes encargaran secretamente composiciones a músicos famosos y las presentaran en público como obras propias no era algo infrecuente por aquel entonces, y no podía sorprender a Mozart, quien, en cualquier caso, aceptó el dinero del encargo. Pero la ominosa coincidencia del siniestro aspecto del mensajero, la condición fúnebre del encargo y la conciencia de la propia debilidad de sus fuerzas tuvo que impresionar profundamente la sensibilidad del músico, quien no ocultó a sus amigos su creencia de estar componiendo su propio réquiem.

    Mozart acertó en su intuición de que moriría antes de terminar su Réquiem. Como en las otras obras de este último período, su estilo es más contrapuntístico y su escritura melódica más depurada y sencilla, pero ahora con protagonismo de unos muy sombríos clarinetes tenores y fagotes.

    La mañana del 4 de diciembre de 1791, Mozart todavía trabajó en el Réquiem, preparando el ensayo que sus amigos músicos habrían de realizar por la tarde en su alcoba. Hacía ya una semana que los médicos le habían desahuciado. Aquella tarde, durante el ensayo del «Lacrimosa», Mozart lloró y le dijo a su cuñada Sophie, llegada para ayudar a Constance «Ah, querida Sophie, qué contento estoy de que hayas venido. Tienes que quedarte esta noche y presenciar mi muerte». A la noche, con gran serenidad, dio sus últimas instrucciones para después de su fallecimiento y entró en coma. Murió a las pocas horas, en la madrugada del 5 de diciembre.

    Su amigo el conde Deym le hizo una mascarilla fúnebre, lamentablemente perdida, pues habría podido clarificar el enigma de su aspecto físico, tan contradictorio en sus varios retratos. A continuación tuvo lugar un funeral en una nave lateral de la catedral de Salzburgo, al que asistieron, pese a la fortísima tormenta de nieve y granizo desencadenada, un nutrido número de músicos, francmasones y miembros de la nobleza local. El dato es significativo, porque desmiente la leyenda sobre la indiferencia que rodeó su muerte y entierro. Es cierto, sin embargo, que nadie acompañó el cadáver al cementerio de San Marx, donde fue enterrado sin ataúd. Pero éstas eran las normas dictadas por José II en su curioso afán de «modernizar» la salubridad pública, normas que, incluso después de ser abolidas, fueron respetadas por numerosos librepensadores y francmasones.

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