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    abril 24, 2024 | 12:09

    Palabras Sin Imagen

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    Es difícil para un fotógrafo aceptar el hecho de que no puede fotografiar lo que está sucediendo frente a él. Somos una raza, habitualmente molesta y detestable, que vive obsesionada con registrar todo. Ya sea por la búsqueda de la composición perfecta o simplemente tener un souvenir de la experiencia. Pero cuando uno se adentra en la vida de los nativos norteamericanos cruza la puerta de un mundo donde la experiencia no puede quedar registrada más que en la memoria. O el espíritu, para estar más acorde a las circunstancias.

    La toma de imágenes, cuando está permitida, siempre es de algo anodino que apenas puede interesar a cualquier fotógrafo que se precie. Lo apasionante, los ritos religiosos, los lugares sagrados, la vida cotidiana de la gente, se encuentra prohibido. O limitado al consentimiento tácito y expreso del otro. Algo incómodo e incomprensible para quién se ha criado en una sociedad de la imagen donde casi todo es susceptible de ser registrado. Una cultura en la que pedir permiso es casi una extravagancia.   

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    Cuando entré a la iglesia de San Francisco de Asís en Ranchos de Taos encontré el primer cartel que prohibía tomar imágenes. Algo que inicialmente me decepcionó. Sobre todo porque el templo, tan bello por fuera con sus sinuosas paredes de adobe, es mucho más extraordinario en su interior. Una nave pequeña de madera, con un techo formado por gruesos troncos y paredes limpias en  blanco y azul. Todo iluminado suavemente por el sol. El colorido altar está repleto de invocaciones a la Naturaleza. Jamás había visto una iglesia así. Un templo donde lo sagrado y lo pagano coexisten pacíficamente. Donde los santos y hasta el propio Jesucristo, exageradamente recubierto de sangre, tenían un maravilloso toque naif. Algo tan radicalmente opuesto a la sobriedad y el oscurantismo del gótico español que ansiaba poder retratar aquello. Pero a medida que visité otros pueblos, empecé a aceptar el por qué de la prohibición. 

    Los Pueblos Originarios de Norteamérica sentían pánico hacia las primeras cámaras. Su cosmogonía era puramente espiritual y aquellos artefactos robaban el alma del retratado. Seguramente, la mayoría de sus descendientes ya no crean lo mismo. El problema actual es que la fotografía frivoliza un estilo de vida milenario. El turista, en su interés por hacer algo diferente y mostrarlo como trofeo de unas espléndidas vacaciones, se comporta como un antropólogo. (Los cuales pueden llegar ser más odiosos que los fotógrafos.) Utiliza al nativo, aún sin mala intención, como un objeto de estudio del cual el nativo está cansado de formar parte. Las calles del ancestral poblado se convierten en un zoológico humano donde el turista observa curiosamente, y desde la distancia, a personas que considera de una época muy anterior a la suya. Y aunque el nativo es una persona con una cultura diferente tiene intereses muy comunes al turista. El “indio” del imaginario colectivo ya no existe aunque muchos extranjeros parecen esperar encontrarlo. De ahí que el deseo por la privacidad hacia su estilo de vida y sus lugares sagrados sea algo fútil. Por eso, aprovechan cuando el guía no les ve para sacar la fotografía del lugar donde les han pedido por favor que no saquen imágenes.    

    Es una relación complicadísima que crea una gran paradoja: el turista es incómodo pero también suele ser la principal fuente de ingresos. Algunas tribus, como los Zuni, vive casi exclusivamente de la venta de artesanías. La mayoría de sus casi once mil habitantes se dedican a la creación de recuerdos. En especial, su famosa joyería. El recorrido que hicimos por el apasionante pueblo Acoma terminó convirtiéndose en un pequeño bazar local. Casi todas las paradas que hacía nuestra simpática guía por las calles del pueblo coincidían con el tenderete de alguna anciana local. Bellas piezas ofrecidas por la propia artista. Más económicas que en el centro de Albuquerque gracias a la ausencia de intermediarios. En definitiva, una tienda de regalos de un museo milenario. Un hecho que me desagradó y a la vez me resultaba comprensible. Aparte del casino junto a la autopista, poco más tiene de qué vivir la tribu.

    Quizás lo que mejor me ilustró toda esta idea fue un simpático vendedor de Taos, hispanohablante y orgulloso descendiente de un “Conquistador”. Según contaba en primavera y verano venden las artesanías que su mujer hace durante otoño e invierno. Antes trabajaba en la zona arreglando tejados pero se hizo daño y estaba demasiado mayor para seguir con esa profesión así que desde hace dos años ayuda a su esposa. Lo que más le molestaba no era el hecho de que los turistas le tomasen fotografías sino que no le comprasen nada. Sobre todo los europeos.  “Si tienen tanto dinero para comprar un billete de avión hasta acá, ¿por qué luego no tienen dinero para comprarme unas pulseras?”, dijo. Me reí por lo acertado de su lógica pero tampoco quise entrar en polémicas. Había algo en lo que no estaba de acuerdo. Muchísimos viajeros tienen un presupuesto muy reducido y no pueden permitirse los precios de su trabajo. Ser extranjero no implica tener mucho dinero. Idea que quizás aquel hombre no llegue a comprender del todo. Igual que el turista no entienda completamente que hay cosas que no debe fotografiar.    

    Afortunadamente, queda la palabra para ilustrar nuestras contradicciones. Lástima que sea necesario utilizar tantas para explicar las imágenes que no pude tomar.

    Diplomado en cine e imagen en Madrid, desde siempre compaginó la escritura con la fotografía. Ha rodado varios cortometrajes de bajo presupuesto y participado en diversas exposiciones colectivas e individuales. También colabora con varios medios locales periodísticos y radiofónicos, tanto españoles como estadounidenses. Habitualmente publica algunos de sus trabajos en el blog www.desfabricadoenchina.blogspot.com.

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